El Olímpico de la Ciudad de los Deportes, el estadio de mi padre
Por Víctor Miguel Villanueva
@VictorMiguelV
La venta de boletos para el juego de
vuelta de la Gran Final comenzaba ese día. Por eso, me volé la última clase y había hecho el viaje desde Ciudad
Universitaria hasta la colonia Nochebuena para asegurar mi presencia en el
juego en que Atlante debería
conseguir el retorno a la Primera División. Me bajé del micro en la esquina de Insurgentes y Holbein; caminé en contraflujo
por esta última calle, al llegar a Indiana, ya con el Azulgrana frente a mis ojos, también pude observar gran número de
personas: el pánico se apoderó de mí. Fue entonces cuando lo vi.
Caminando
tranquilamente, con su pulcra ropa, cigarro en mano, perfectamente peinado hacia
atrás con canas en la sien y bigote pequeño y bien cortado. Se le veía un
rostro de satisfacción, seguramente de emoción, por caminar por esas calles tan
suyas, a lado de ese inmueble que también era suyo y de su pasión por el
futbol. Era mi padre. ¿Qué hacía ese día en la Ciudad de los Deportes?.
–“Ya no hay boletos”, dijo mientras
expulsaba humo de tabaco por su boca. Se va a llenar, agregó ante mi cara de
incredulidad y de contrariedad.
El Olímpico lleno. Se observan los postes y las lonas para hacer la tribuna de "sombra". Foto Museo del Objeto. |
Pero era mi padre. Sabía
de sobra lo que significaba para mí el juego del domingo en el Olímpico, como él le decía. Así que de
la bolsa de su camisa sacó un boleto amarillo de preferente, que decía con
letras grandes en negro: Gran Final y abajo los nombres de los contendientes: Atlante vs Pachuca.
El Olímpico de la Ciudad de los Deportes fue el primer estadio
construido con concreto en el país y fue inaugurado en febrero de 1947. Mi
padre debió tener en ese entonces 20 años. Él conoció el Parque España, el
Asturias y el preciosista Parque Necaxa y ahora vería futbol en un escenario
que les parecía inmenso, imposible de llenar. Muchas veces me contó sus
anécdotas ahí, en el Olímpico: cómo
introducía botellas de vino en un chasis de radio de madera; o cómo subía
ayudado de una cuerda, ya adentro, una mochila con cervezas; igualmente,
recordaba cómo estorbaban los postes que sostenían unas lonas para hacer “una
tribuna de sombra”; aunque también me decía “en ese entonces el Atlante sí era bueno; incluso fue
campeón en este estadio”.
Mi padre al centro de pie, con camisa blanca y pantalón claro. Foto: Carlos Villanueva Vega. |
La verdad es que mi
padre era un gran aficionado al futbol y cuando fue la mudanza a “la CU”
también acudía con frecuencia; luego al Azteca a partir de 1966 y a mí me llevó
por primera vez al futbol en 1977 para ver un Atlante contra Necaxa, su equipo. Sin embargo, la mayoría de sus
recuerdos tenía como escenario el coso de la Ciudad de los Deportes. Tenía una
memoria ágil y pronta a la menor provocación para reproducir un juego, un gol,
un partido o un jugador en aquel estadio. Nunca lo reconoció, pero era evidente
que el Olímpico había sido el
escenario futbolístico donde fue más feliz.
Yo sabía de sobra todas
esas anécdotas, pero me las recontó en 1983 cuando los periódicos anunciaban
que el Atlante dejaría el Azteca y
se mudaría a la Ciudad de los Deportes. Recuerdo que un día me llevó a ver cómo
lo estaban remodelando para convertirlo en el estadio Azulgrana. Nos asomábamos por una de sus puertas para ver. “Ahí estaban
los postes, ¡ah! cómo estorbaban y sostenían unas mantas blancas”, me decía por
enésima vez. Desde luego fuimos cuando el Atlante
lo estrenó contra el Atlético Morelia. Nos acomodamos en “su lugar”: en la
tribuna alta entre el estadio y la Plaza México. Después yo elegiría “mi
lugar”.
El Olímpico como estadio Azul en su última temporada durante un juego entre Cruz Azul y Necaxa. |
En toda mi etapa de
aficionado siempre me senté en la zona de preferente, dos filas debajo de la Tito Tepito, en línea directa a la
salida del vestidor azulgrana. Fui testigo de las últimas carreras de Rubén Ayala, de los desbordes de Lalo Moses, de la magia de barrio del Calaca González, del liderazgo del Bonavena
Ramírez y del retorno del hijo
pródigo del atlantismo: Gerardo Lugo.
Pero al mejor Atlante que vi en el Azulgrana fue el de 1988-1989 con Ingrao, Rergis, Harlem Medina, Romano, Dante Juárez, González China y Mario Ordiales, entre otros, dirigidos por Ricardo Antonio La Volpe; su futbol quedó perenemente en mi mente.
La tarde más triste sin duda fue cuando Cruz Azul eliminó a los Potros en unos cuartos de final, pese a
tener una ventaja de dos goles. Lo más dramático, cuando en la liguilla de
ascenso debía hacerle cuatro goles a Gallos Blancos para llegar a la final;
habían caído dos, luego la desesperación se apoderó de los atlantistas, una
piedra descalabró al árbitro Refugio Ramírez, pero no se suspendió el juego y
al reanudarse dos goles de Luis Miguel
Salvador nos pusieron en la final. Nos abrazábamos unos a otros en las
gradas del Azulgrana: pasar del
pánico a la gloria es indescriptible y en verdad maravilloso. Quizá lo único
que reprochar es que cuando se llegó a la final de 1993, se optó por jugarla en
el Azteca y no en la Ciudad de los Deportes.
En mis últimas
temporadas como aficionado, tuve la suerte de ser testigo de otro Atlante inolvidable: Félix Fernández, Raúl Gutiérrez, Wilson
Graneolatti, José Guadalupe Cruz,
Miguel Herrera, René Isidoro García, Pedro
Massacessi, Guillermo Cantú, Roberto Andrade, Daniel Guzmán y Luis Miguel Salvador. Muchas tardes de goles y victorias con este
equipo. Pero, en 1994, dejé las gradas del Azulgrana.
Ahora estaría en su palco de prensa, en sus vestidores y su cancha. Era ya
periodista deportivo.
En el estadio Azulgrana previo a un clásico Atlante vs Necaxa con Enrique Borja. |
Mi primera vez como
reportero fue en ese estadio. Mi primera pregunta fue a Ricardo Antonio La Volpe sobre si Hugo Sánchez sería jugador del Atlante.
Luego vinieron los eternos entrenamientos del técnico argentino, convivir y entrevistar
a esos jugadores que meses atrás sólo veía desde las gradas azulgranas, debajo
de donde alentaba la Tito Tepito.
Ahora era yo quien le contaba anécdotas a mi padre. Pero, en 1996, todo cambió.
La etapa del Estadio Azulgrana
terminó, se transformó en Estadio Azul y se convirtió en sede de Cruz Azul.
Pero yo no dejé el estadio de la Ciudad de los Deportes.
De ese 1996 a 2000, fui
reportero de cancha en casi todos los juegos del equipo celeste. Mi lugar ahora
era la banca del equipo visitante; desde ahí seguiría viendo futbol en el
estadio de mi padre. Desde luego tenía un sentimiento de contrariedad que ya no
fuera sede del Atlante, pero se
compensaba con la emoción de seguir cada 15 días ahí en su inmaculada cancha y sentir
su incomparable sabor a futbol. Definitivamente, el Olímpico era ya parte de mi vida.
Transmitiendo a nivel de cancha en la inauguración del Estadio Azul. |
Cuando se anunció su
demolición fue un golpe al corazón. En este 2018 terminó su vida como escenario
futbolístico y deportivo. Será demolido para construir un centro comercial y un
estacionamiento. Como un ejemplo del poco respeto que existe en la sociedad
moderna por lo histórico, por sus recintos, por sus emblemas. Por eso, una
tarde me fui a despedir del Olímpico
de la Ciudad de los Deportes. Ante la ausencia del Atlante en el máximo circuito, acudí a ver al equipo de mi padre:
el Necaxa. Me senté en la tribuna alta, la de la calle Carolina, con la México
a mis espaldas, como lo hacía él con su chasis que escondía alcohol y su
mochila con cervezas. Ni el triunfo necaxista
me quitó la nostalgia y la pena.
Estadio Azulgrana en al final de ascenso entre Atlante y Pachuca. |
Con
mi boleto para la final de ascenso 1990-1991 nos fuimos juntos a casa. El
siguiente domingo llegué sólo a la colonia Nochebuena. El atlantismo se
desbordaba por todos lados; cada uno llevaba una bandera azulgrana. Era
cuestión de un gol, que Pablo Oseguera
falló de manera lamentable e increíble. Un cero a cero que provocó un tercer
juego y nos privó a todos los atlantistas de ver a nuestro equipo campeón, dar
la vuelta olímpica, confirmando su regreso a Primera División. Tres días
después lo consiguió en el Cuauhtémoc de Puebla. Pero aquel 14 de julio de 1991
siempre lo recordaré, porque ese día mi padre me compró el boleto para que
viera al Atlante ser campeón en el Olímpico de la Ciudad de los Deportes,
como él lo había visto en 1947.
Los hijos, nunca seremos tan afortunados
como nuestros padres.
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