Buenas noches don Chucho*.

Estás rendido. Sin duda fue un día muy pesado.
Te metes en la estación Mixcoac. Sólo viajarás una estación. Pero tu cansancio impide que te vayas caminando, como siempre. Tu tacañería es aún más grande y prefieres el metro antes que pagar el pasaje del microbús. No lo sabes –porque no lo usas- pero a éstas horas de la noche, las cero con quince, te cobrarían el doble.
Tienes, desde luego, tu abono de transporte. Pero ¿para qué usarlo si la estación está vacía y te puedes brincar el torniquete? Te preguntas y con una sonrisa celebras el ahorro que te acabas de hacer. Pero después recuerdas tu cansancio. Tus piernas te pesan, tus brazos desfallecen y tus manos por poco tiran tu libro: La Soportable Pesadez del Ser.
Tus pasos retumban en los pasillos esbeltos y, por ahora, vacíos de gente y de vendedores. Si hubiera alguien más, seguro se espantaría al escuchar tus pisadas; se pondría alerta, preocupado. Pero a ti te arrullan, te duermen. Y eso que tú no creés en los sonámbulos.
Como el más diestro de los ciegos, te detienes a unos milímetros de la línea amarilla del anden. Ni el ruido del metro al pasar sobre la vía te despierta, ni siquiera te hace abrir los ojos. El viento que genera el convoy al pasar frente a ti, impulsa tu cuerpo hacia atrás. Tus rodillas se doblan para no hacerte caer. Y no sólo recuperas la vertical, sino que hasta te vas de boca hacía el interior del vagón.
El conductor también tiene sueño y arranca inmediatamente. Hubiéras caído estrepitósamente con el arrancón, pero una de tus manos se aferró a un tubo y, después de un espectacular giro, rebotaste en el asiento. Tu lengua juega con tu paladar, como si saborearas un placentero sueño.
Como un auténtico autómata, te levantas del asiento y mientras esperas pacientemente a que se abran las puertas, te pasas el dedo índice por debajo de la nariz. Por fin se abren las puertas y comienzas a caminar.
Ahora tus pasos son más silenciosos y hasta húmedos. El agua te llega a los tobillos y, muy a tu pesar, tienes que despertar y pegar un salto hacia tierra firme. Sólo encuentras lodo. Revisas sorprendido cada uno de tus pies y sí, era agua, sucia y fria.
Un pequeño renacuajo se debate entre la vida y la muerte en uno de tus zapatos. Sacudes con brusquedad tu pierna y el bebé batracio sale volando hacía otra morada. Volteas para arriba y dices en silencio “menos mal, hay luna”. Con ambas manos te recoges el pantalón y comienzas a caminar cuidadosamente.
Ahora desprecias y hasta sientes asco por esa tierra negra y fina con la que, años atrás, jugabas. Las veredas son estrechas, tienen partes resbalosas, escremento y hoyos de rata; pero tú las conoces de memoria. Tanto que, parado de puntas en una pendiente, te das tiempo para espantar las luciérnagas que chocan contigo.
Sigues subiendo. Abajo escuchas el paso del agua, respiras su olor y ves reflejada la luna en ella. Arriba, dos buitres descienden mostrando sus descuartizadoras garras. Seguramente van con don Chucho, piensas y continuas caminando.
A la mitad te sientes sofocado. Recuerdas que una vez leíste que era la más profunda. Asi que te detienes y te recargas en esa carrocería oxidada que alguna vez perteneció a un auto. Se te antoja fumar un cigarro, pero aquí está prohibido.
Así que mejor te pones a observar esos árboles medianos, de hojas grandes y verdes, de tallo seco, blanco y delgado. No sabes su nombre, nadie te lo ha podido informar. Pero tú sabes que no hay otro mejor para sacar una buena y resistente horqueta que sirva para fabricar una resortera.
Después de hacerte una vez más la promesa de cargar una navaja para poder cortar la horqueta, vuelves a retomar tu camino. Los buitres ya no están en el cielo ¡Don Chucho! Exclamas y corres a su auxiliarlo. Luego de unos metros te paras y sigilosamente te acercas a unos arbustos.
Con mucha prudencia te haces un espacio entre ellos para mirar. Con alegría ves que Don Chucho sigue solo y sus tres puñaladas en la espalda. Los orificios de las heridas, con su sangre seca y negra por los años, están aún en la espera de que alguien las sane.
Ahora puedes observar más luz. Más ruido se escucha. Te frotas las manos en tus piernas, como quien no quiere ensuciar al tocar, y prácticamente a gatas subes los últimos metros. Por fin: la superficie. Otra vez te limpias las manos, con el brazo derecho retiras el poco sudor que se te había acumulado en la frente y tras un hondo suspiro, miras por última vez hacia abajo y te das la vuelta.
Arriba y a tus espaldas sigue iluminado un letrero: Terminal Barranca del Muerto.

 Ciudad Universitaria, 1992.

* Este trabajo obtuvo Mención Honorífica en el V Certamen de Cuento Universitario, convocado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Participó bajo el seudónimo de José Gabriel Benedetti. La premiación fue en el Auditorio Antonio Caso de la Facultad de Arquitectura de la UNAM en septiembre de 1992.

Comentarios

  1. Era ¨José Gabriel Benedetti", ¿no? Qué bueno que volviste a publicar este cuento...

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