El caos, el desconsuelo y la desesperanza ante la suspensión de cultos.


El 24 de julio de 1926 el Episcopado Mexicano hizo oficial su resolución de suspender el culto público en todo el país. La medida, autorizada por el Vaticano, era la respuesta a la promulgación de la llamada Ley Calles –reformas al código penal en materia religiosa- que entraría en vigor el 31 de julio de ese año. Todo esto dejaría a los fieles mexicanos sin servicios religiosos de ningún tipo. La desesperación hizo presa fácil a miles de católicos que acudieron en forma masiva a los templos antes de que fueran abandonados por los sacerdotes.


            El rumor de que la élite eclesiástica suspendería el culto era del dominio público desde principios de mes. Tanto que el jueves 22 una multitud acudió a la Catedral Metropolitana para llevar a sus hijos a recibir el sacramento de la confirmación. Era habitual que todos los jueves el Arzobispo de México José Mora y del Río realizara confirmaciones; sin embargo aquel día, por el rumor de que el 31 cerrarían los templos, la afluencia fue masiva. Aquello pudo terminar en tragedia con varios niños asfixiados.
            Desde la noche anterior en el atrio del Sagrario Metropolitano se formó “un campamento de familias”. Ahí había padres, niños y padrinos esperando que la última puerta del templo se abriera para recoger la boleta de confirmación, registrar a los niños y después pasar a la Catedral a recibir el sacramento. Cuando a las ocho de la mañana las oficinas abrieron la gente sin orden alguno se arremolinó sobre la puerta. La policía montada tuvo que ser llamada y organizó “colas” para realizar el trámite. Adentro del templo la cosa no sería distinta. Los padrinos cargaban a sus futuros ahijados y con ellos en lo alto pretendían acercarse lo más que pudieran al anciano arzobispo capitalino. Por supuesto que los niños no entendían nada, sudaban copiosamente y “lloraban en todos los tonos, con toda la fuerza que eran capaces, desesperadamente”.

            Se habla que fueron más de tres mil infantes ese jueves a recibir su confirmación. Ni la mitad lo pudo conseguir. José Mora y del Río se retiró pasadas las tres de la tarde alegando cansancio. El desorden seguía reinando en Catedral. La señora Francisca Gudiño perdió a su hijo de menos de tres años “es morenito, estaba vestido de azul, con zapatos nuevos cafés y gorra del mismo color”, denunció. Mientras que la Cruz Roja reportó que atendió por asfixia a dos señoras, un anciano y a un menor de año y medio. El Clero anunció que pondría a otros prelados para apoyar al Arzobispo de México.
            Pero este no sería el caso más serio en la Catedral Metropolitana pues días después una “explosión” dentro del templo provocó la histeria de los miles de fieles ahí reunidos. El 29 de julio, a dos días de la suspensión del culto público, más de tres mil personas acudieron a recibir sacramentos. Esta vez José Mora estaba acompañado por Pascual Díaz Barreto Obispo de Tabasco y Maximino Ruíz y Flores Obispo Tutelar de Derba, aún así eran insuficientes. En medio de ese desorden multitudinario un fotógrafo quiso tomar una placa, desde luego no había mucha luz, por lo que prendió magnesio. La explosión literalmente enloqueció a los ahí presentes que pensaron que se trataba de un atentado y cada quien como pudo corrió a las puertas. Hubo aplastados, gente en el suelo pisoteada por otra, llanto, gritos, desesperación. El saldo: 57 personas heridas, 14 de ellas eran niños. Afortunadamente, una vez mas, la Cruz Roja se encontraba ahí con dos puestos de auxilio, cuatro médicos y 16 enfermeras. Sólo 4 heridos tuvieron que ser trasladados a hospitales. Se trataba de Roberto Sáenz de un año y medio, Martín Andrés de 17, Débora Higareda de 16 y Petra Islas de 24.
            La Basílica de Guadalupe fue, desde luego, otro templo sumamente socorrido los días previos a que los sacerdotes dejaran de oficiar misas y administrar los sacramentos a sus fieles. La cosa fue distinta en el cerro del Tepeyac, puesto que se trata de un templo más para la oración y la súplica. Lo que se vivió en los días previos a la suspensión de cultos en la Villa de Guadalupe fueron manifestaciones de fe y plegarias para salvar a la Iglesia católica del nuevo Nerón: Plutarco Elías Calles.

            El domingo 25 de julio, un día después de que el Episcopado Mexicano hiciera oficial su determinación, acudieron 50 mil fieles a la Basílica de Guadalupe. Había gente de todas las clases sociales y “grupos de indígenas” de los pueblos del Distrito Federal. Se organizaron peregrinaciones para “despedirse de la Virgen del Tepeyac” desde el día 28 que saldrían en la parroquia de la Ribera de San Cosme con un intervalo de 30 minutos. La élite eclesiástica dijo a los fieles que toda la semana sería de penitencia y que “procuraran” hacer la visita a la Virgen “recorriendo descalzos el camino que lleva a la Villa de Guadalupe”.
            El día previo a la suspensión de cultos se veía a la gente caminar descalza rumbo a la basílica. En la misa, durante la eucaristía, quienes comulgaban se hincaban frente al sacerdote y juraban “permanecer fieles a las doctrinas de la Iglesia”. Igualmente había gente que subía al templo de rodillas y con una vela encendida en la mano. El último día de servicios religiosos en la Basílica de Guadalupe se bendijeron imagines y agua; hubo confesiones y matrimonios. El templo se cerró y fue entregado una comisión de vecinos que se encargaría de cuidarlo, tal y como se haría en todos los de la República a partir de que concluyera el último día de julio.
            Mientras todo esto pasaba en la Catedral Metropolitana y en la Basílica de Guadalupe, en el resto de las iglesias católicas se daban confesiones, bautizos y matrimonios de forma masiva. Hubo lugares donde se suspendió el pago de estos servicios y se agilizaron trámites para que el mayor número de files recibiera los sacramentos. El Gobierno por su parte mandó pegar en los muros de los templos las leyes que entrarían en vigor al primer segundo de octavo mes. Igualmente se colocaron avisos para decirle a los fieles que las iglesias permanecerían abiertas para que “con toda libertad” pudieran verificar sus actos religiosos; sólo les pedían “guardar el orden y obedecer las leyes”.


            En un principio el Episcopado Mexicano señaló que los templos serían encargados a un grupo de vecinos que ellos elegirían para cuidarlos. Pero finalmente fue el Ayuntamiento del Distrito Federal quién eligió a esos grupos. Se sellaron muebles y hasta se hicieron inventarios. En el caso de la Basílica de Guadalupe hubo un cofre donde se guardaron reliquias de oro y de gran valor, el abad se quedó con la llave. Las casas donde vivían los sacerdotes también fueron encargadas a vecinos, aunque el Clero sugería dejarlas a custodia de familiares de los mismos curas.

            Finalmente, el 1 de agosto de 1926 entró en vigor la Ley Calles y la suspensión del cuto público. Nada pudo evitarlo, ni siquiera la petición que un grupo de “distinguidas damas” hizo el día 27 de julio a doña Natalia Chacón de Calles, claro, la esposa del presidente, para que “influyera en el ánimo” de su esposo y diera marcha atrás a sus leyes anticlericales. Doña Natalia no pudo influir, seguramente ni lo intentó, y la Guerra Cristera estaba por venir.

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