El Perro del Bien
¡Los quiero un chingo! Fueron las últimas
palabras de Pedro Aguayo, el inmenso Perro Aguayo, al despedirse del público de
la Arena México. Pero no se iba del todo, pues esa misma noche en el mítico
coso de la colonia de los Doctores debutaba El Hijo del Perro Aguayo. Era una
fortuna estar ahí con un micrófono para narrar la despedida de uno de los más
grandes de la lucha libre mexicana y la presentación de su hijo.
Igualmente había sido un privilegio, a
finales de los años setenta, ver en plenitud de facultades al Perro Aguayo. Si
la memoria no me traiciona el presentador de la Pista Arena Revolución dijo que
la lucha estelar se adelantaba pues había muerto la madre del Perro Aguayo y
éste, en un acto de profesionalismo, no quería irse sin luchar. Aún no se apagaban
las luces del local de Mixcoac cuando con sus botas y su chaleco de peluche, su
sombrero charro, su burda y larga melena y ese gesto feroz que decía “vengo a
ganar” ya estaba en el ring. Yo tendría diez años, estaba impactado, no me
podía sentar en mi butaca de la segunda fila de preferente central; sentía la
mano de mi padre en la espalda, que me decía no temas, es sólo un luchador,
pero no lo era. No era un luchador, era El Perro Aguayo.
Por
eso, después de aquel “Los quiero un chingo”, yo grité al micrófono “nosotros
también lo queremos un chingo”. Era verdad, se estaba despidiendo una de las
leyendas más grandes, no del pancracio,
sino del deporte mexicano. Y ahora estaba ahí su hijo. No sólo tenía que
soportar el peso de la carrera de su padre, enfrente tenía al que en ese
entonces era el amo de la lucha libre: Dr. Wagner Jr. y la gran promesa:
Místico. Pero el ADN no miente nunca. Ese Perrito tenía sangre Aguayo.
A
Wagner le disputó cada centímetro del ring, cada aplauso y cada recriminación del
público. El grito de ¡Perro! ¡Perro! Se apoderó de la México. Mientras tanto él
paseó por las butacas, entre el público y en el piso a Místico y le dejó claro
que a veces hay luchadores que se vuelven inmortales por la paliza que reciben
de un Aguayo. Esa noche se despejaron las dudas: El Perro Aguayo tenía un
magnífico continuador de su leyenda: Pedro Aguayo Ramírez, su hijo.
Desde
la Arena México El Hijo del Perro Aguayo conquistó el pancracio nacional. Los
Perros del Mal alcanzaron una idolatría instantánea y perenne. Su dupla con
Héctor Garza es ya mítica, tanto que traspasó este mundo y en el otro hoy se
saludan. El Perrito era adorado por su valentía, por su arrojo, por su nobleza
para no guardarse nada; porque como buen luchador sabía que había que combatir
en el ring con los rivales, pero también con el público en las tribunas. Como
cualquier grande dividía las arenas: lo odiaban y lo amaban, diría Mario
Benedetti, quizá más lo segundo que lo primero y también viceversa. Porque el
público de la lucha libre sabe reconocer cuando un luchador hace del
cuadrilátero su vida.
El
Hijo del Perro Aguayo supo esto último, tanto que también lo hizo el escenario
de su muerte. La imagen de su cuerpo inmóvil sobre una cuerda; pasivo, dolorosamente
pasivo, no correspondía a él. Pero era verdad, el Perrito no se movía, no
reaccionaba; difícil de creer cuando segundos atrás repartía sillazos,
enfurecía al público y pegaba de forma desalmada con esa mirada intimidadora y
digna de un desquiciado. Muy difícil de creer. Se fue. Y sólo nos resta decir: “Te
queremos un chingo”.
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